Las admirables fauces del volcán
se abrían prestas
a devorar mi asombro impenitente,
mi pupila abstraída en el abismo,
mis convenientes máscaras.
Tiritaba bajo el oro inquisidor,
pertinaz, de la piedra;
buscaba en un cielo impredecible
la ruta migratoria de las aves,
el derrotero triunfal de las estrellas,
la piel cobriza de un varón ajeno.
Soñé con la isla
y desperté
desencajada, desesperanzada,
abrumada de tanto continente,
y la lágrima azul que vinculaba
mi carne estremecida
al puerto del recuerdo
soltó amarras
y sin pudor alguno
rodó por mi mejilla.
Raquel Fernández
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1 comentario:
Gracias, Marga, por publicarme. Es un placer enorme para mí formar parte de este espacio.
Un abrazo.
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